Bendita competencia
La competencia perfecta, según la teoría económica, se alcanza cuando no existen barreras de entrada ni de salida a los operarios; el precio se fija en función de la oferta y de la demanda y lo establece el coste marginal más alto del que entra en esta ecuación; los que producen más caro quedan excluidos y los que son más eficientes obtienen márgenes más elevados por la diferencia entre precio y coste. Aunque en la realidad es muy difícil que los mercados sean de competencia perfecta, cuanto más se acerquen a ella, más nos beneficiamos los consumidores y las empresas eficientes.
Sin duda para los consumidores la situación de monopolio es la más desfavorable posible puesto que se trata de un único oferente que, además si la demanda del producto es muy rígida, es decir no se puede reducir el consumo a corto plazo, aunque suba el precio como es el caso del tabaco, cualquier incremento de coste se puede trasladar a precio. Asimismo, en general, la calidad del servicio suele ir deteriorándose, por falta de incentivos a la eficiencia. Aunque es más extraño, también existe el monopolio de demanda o compra, que fija los precios a la baja, frente a una oferta muy atomizada, como la de productos agrarios.
En España sufrimos durante muchos años los problemas provocados por el monopolio de Telefónica, que impuso las tarifas más altas de Europa. Cuando en los años 70 viajábamos al extranjero llamábamos a casa a cobro revertido por resultar mucho más económico. Además, la calidad de las comunicaciones era muy deficiente; en 1992 era prácticamente imposible hablar con Sevilla desde Madrid y había que realizarlo a través de la línea internacional que era mucho más cara.
La liberación del sector de las telecomunicaciones ha permitido un fuerte incremento de la competencia, que ha generado una reducción de precios y una gran mejora y ampliación de los servicios ofrecidos; con el histórico monopolio, muy pocos ciudadanos podrían disponer de los servicios actuales por su altísimo coste, frente a la realidad presente de la alta competencia en este sector.
Algo muy similar ha sucedido con el transporte aéreo; los viajeros de las compañías de bandera como Iberia no éramos tratados como clientes sino como usuarios y las tarifas aéreas eran elevadísimas; era un medio de transporte de trabajo o para personas de alta renta. Sin embargo, la liberación del transporte aéreo ha permitido incrementar el número de operadores, la aparición de las compañías low-cost y la popularización de este modo de transporte.
Sin embargo, la liberalización debe establecer unas normas muy estrictas en cuanto a la seguridad, características de las aeronaves y formación de los pilotos. Liberalizar no significa más inseguridad, sino todo lo contrario. En regímenes de monopolio es muy habitual la captura del regulador, es decir, el paso del regulador a la empresa y viceversa, con lo que incluso podría deteriorarse la seguridad.
Renfe operaba en régimen de monopolio desde los años 40 del siglo XX y la calidad del servicio y los precios tenían en general muchos problemas; lo que mejor funcionaba era el AVE, pero las tarifas eran muy elevadas.
La reciente liberalización del transporte de viajeros por ferrocarril está resultando un éxito, para lo que en primer lugar ha sido necesario diferenciar e imputar el gasto de las infraestructuras Adif a todos los operadores. Actualmente, tras unos pocos meses de competencia en los principales corredores de AVE, los nuevos operadores ya transportan más viajeros que Renfe.
La competencia permite hacerlo en precio, como es la que se produce en la mayoría de los casos, pero también en calidad y diferenciación del producto; se beneficia la innovación, como ha sucedido en telecomunicaciones. Además, se suele competir en el mercado, pero en algunos casos se puede hacer por el mercado en caso de ciertas concesiones. Cuanto mayor sea el mercado podrá haber más competencia y las empresas se benefician de las ventajas de las economías de escala. Nuestra referencia debería ser el gran Mercado Único Europeo, sin embargo, algunas Comunidades Autónomas lo rompen con regulaciones propias que limitan la competencia.
El fin del monopolio también obliga a la privatización de los operadores puesto que en caso contrario se podría producir una competencia desleal; además, no se puede vender una empresa pública en régimen de monopolio y luego liberalizar su ámbito de actuación puesto que se expropiaría a los compradores la renta de monopolio que lógicamente estaría incluido en el precio de compra. Los procesos de liberalización y privatización son independientes, pero los responsables de la ejecución de una política económica eficiente los deben realizar en paralelo en el mismo periodo de tiempo.
Telefónica e Iberia se privatizaron coincidiendo con el proceso de liberalización, por lo que, en el caso del transporte ferroviario de mercancías, también se debería haber realizado la privatización de una parte de Renfe cuando menos para la compañía que compite con las privadas.
Los oligopolios o cartelización del mercado por algunos operadores también distorsionan enormemente la asignación de los recursos. La OPEP es el ejemplo más claro e importante. Actualmente los precios del petróleo se han vuelto elevar a pesar de la moderación de la demanda por las restricciones en la producción.
La competencia en los mercados resulta el mecanismo más eficiente de asignación de los recursos; lo que beneficia al conjunto de los consumidores, que somos todos y a las empresas competitivas. Es una realidad que todos los ciudadanos percibimos muy directamente y de la que nos beneficiamos, por lo que no se pueden justificar los monopolios públicos en ningún caso a pesar de que una parte del Gobierno los revindique como gran solución frente a las empresas privadas que operan en régimen de competencia. La realidad los desautoriza absolutamente.
El autor es catedrático de Ecomomía, miembro del Patronato de la Fundación Foro Libertad y Alternativa y coordinador de la Comisión de Economía y Empresa.