Los cielos de Madrid

Los cielos de Madrid

El estado de mi tío, que parecía agravarse con la inminencia de la vuelta a la mole urbana madrileña, nos mantuvo preocupados, y no le quitábamos el ojo de encima.Mientras conducíamos de retorno, y ya próximos a nuestro destino de vuelta, tío Enrique aprovechó un grave silencio que se había producido en el coche, entre los cinco pasajeros que viajábamos, para afirmar alto y claro: «¡Quién fuera pastor de ovejas, para vivir bajo las estrellas, y bajo la inmensidad del cielo!».

Hace muchos años, mi tío Enrique, en paz descanse, padeció un momento tenebroso, en cuanto a salud se refiere, debido a una profunda depresión, por la cual se retiró del mundanal ruido, durante una semana, llendo a pasar esos días de dique seco, a lo que llaman en la gran capital madrileña: «el pueblo».

El pueblo de mi querido tío, Enrique, era la comarca de Trujillo, en la Extremadura cacereña, radicando su temporal estadía, entre el propio Trujillo, la pequeña población de Zorita, y la más reducida aún, de Alcollarín.

Durante aquellos días de asueto medicinal, Enrique, mi tío, visitaba con frecuencia el campo, y se dedicaba a ser testigo de la briega pastoril con el ganado, tanto ovino como vacuno. Largos caminos frecuentaba, embarrados en aquellos días cercanos a la primavera, caminando y caminando, normalmente a solas.

En las frías noches de aquel febrero, entre lluvioso y soleado, solía estar presente en las tertulias nocturnas familiares, al calor del brasero de la camilla, alrededor de la cual nos calentábamos. Eran tertulias que se prolongaban hasta bien entrada la madrugada, atizando de vez en cuando las brasas del picón de encina, con la badila, de modo que el calor se intensificara, y no decayera la conversación. Enrique no solía intervenir en los debates mentados, sino que, más bien, parecía ensimismado en su problemática interna, pero es cierto que no dejaba de acompañarnos.

El último día, antes de partir hacia Madrid, todos coincidimos en comentar que nuestro querido tío, parecía estar sumido en una melancolía, todavía mayor que la que le trajo sumido en la tristeza. En ocasiones, notamos que se aguantaba las lágrimas, casi desbordándose de sus ojos. El estado de mi tío, que parecía agravarse con la inminencia de la vuelta a la mole urbana madrileña, nos mantuvo preocupados, y no le quitábamos el ojo de encima.

Mientras conducíamos de retorno, y ya próximos a nuestro destino de vuelta, tío Enrique aprovechó un grave silencio que se había producido en el coche, entre los cinco pasajeros que viajábamos, para afirmar alto y claro: «¡Quién fuera pastor de ovejas, para vivir bajo las estrellas, y bajo la inmensidad del cielo!».

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