Los perros andan sueltos (otra vez)

Los perros andan sueltos (otra vez)

"En estos tiempos que corren donde abundan tantos caudillos de las buenas causas hemos de tener en cuenta todo esto que exponemos, saber que existen, que están tan cerca de nosotros que casi los tenemos dentro (a veces sin el casi) y que son un peligro dramático para la concordia y convivencia mutua". 

Que la esfera política en sus diferentes niveles se ha convertido en un espacio nauseabundo al que difícilmente uno se puede acercar sin sentir asco, es un hecho innegable. Que la crispación y los sentimientos más oscuros y belicosos del ser humano son las armas con las que se ha construido una dialéctica política impropia de un país occidental moderno y preservador de los principios de las democracias liberales, tampoco se puede refutar.

Lo único que cabría preguntarse es el porqué de haber llegado hasta aquí, qué es lo que ha motivado a este nuevo resurgir de la trinchera como espacio para la política, el escenario preferido de los ideales más radicales e incitadores de primero, la violencia verbal, y luego toda la que viene después. ¿Es que no hemos aprendido nada de un siglo que nos precede en el que hasta mediados del mismo hubo dos grandes guerras mundiales y un conflicto nacional que nos llevó hacia la autoaniquilación? parece que no. 

La Historia se mueve por corrientes cíclicas-dirán algunos-y es probable que tengan razón, pero ¿cuáles son las causas singulares de dicho resultado ya recurrente y que afectan a esta época?

Yo me atrevo a apuntar a un motivo fundamental y es el de la infantilización de la sociedad. Este hecho es muy curioso puesto que las élites nos venden todo lo contrario, afirmando que somos las generaciones más preparadas de la Historia y yo me pregunto ¿para qué? ¿para ser instrumentos o piezas de un engranaje ya dado que se mueve alrededor de esos principios de hipogresía con el que nos invaden por todos lados? Nunca hubo un mundo tan complejo como el actual-esto es un hecho- y sin embargo las fórmulas que se nos ofrecen distan de ayudarnos a entenderlo, más bien al contrario puesto que lo que se nos presenta es una idea simplificada  de la realidad siempre dirigido a ayudarnos para tomar una decisión entre dos opciones maximalistas: lo blanco o lo negro, los buenos o los malos, los míos o los tuyos, en resumidas cuentas, nos invitan a alinearnos. 

Tras decenios de concordia y esplendor, hemos vuelto al momento de la radicalización y en ese giro copernicano mucho tiene que ver la imposición de unos valores antieuropeos (o antioccidentales, porque no olvidemos que Europa es la cuna de occidente y de la civilización como la conocemos hoy) en favor de una cultura nihilista sostenida en un contexto específico del siglo XXI cuyos aderezos son entre otros, la inmediatez, el hedonismo acuciante y al estado de cansancio colectivo, lo cual son factores alienadores frente a las responsabilidades ciudadanas. Entonces, ¿de qué progresismo podemos hablar? Tal vez, ¿del que apunta Schopenhauer cuando decía que en ciertas épocas lo progresista es reaccionario?

El segundo aspecto que debemos considerar es la irrupción (nuevamente) del populismo en ese contexto occidental, con líderes capaces de atraer hacia sí a las masas mediante fórmulas universales que nunca fallan y que dominan como nadie los paranoicos del poder,  asunto del que hemos dado cuenta en más de una ocasión en esta columna tomando como modelo de estudio el caso Sánchez.

Su caso es un ejemplo palmario de todo esto que decimos: de hecho, tenemos la desgracia de comprobar todos los días con nuestros propios sentidos un modus operandi que nos dibuja de forma cartesiana el perfil tipo del paranoico poderoso en todo su esplendor: de hecho, no hay nadie más próximo a nosotros que ostente para sí más atributos compartidos con otros personajes históricos de igual calaña que el actual presidente del gobierno, capaz de hacer cualquier cosa  por prevaler y sobrevivir en una encomienda divina que él mismo se ha atribuido (e inventado) tal y como hemos venido justificando comparativamente desde aquí y usando siempre una base bibliográfica fundamentada. 

Con este esfuerzo mantenido durante todo este tiempo nuestra única pretensión ha sido clara: avisar sobre los peligros que reportan a las sociedades democráticas individuos tan abismales como del que estamos hablando.

Precisamente es ahí donde radica su fuerza, en la capacidad de invocar a los abismos, en esa habilidad que tienen desde la retórica para hacernos caer en el pozo de la exaltación, la crispación, el enfrentamiento, y provocar así la creación de las dos trincheras (siempre dos, puesto que todo tiene que estar simplificado), la de los buenos y la de los malos, para de esta manera mostrarse como caudillos de la buena causa  ante una masa dócil y entregada a sus discursos delirantes que se van metamorfoseando según interese.

Pero para que esto ocurra tiene que haber un tercer ingrediente en este mezcla originadora de caos, el de la predisposición por parte de la ciudadanía a escuchar y a aceptar este tipo de discursos autocráticos que se ocultan bajo una piel de cordero que cada vez es menos piel como estamos comprobando día tras día. Caer en su hechizo lo que facilita es entregarse a la masa y su respuesta dionisíaca de rebaño, un hecho que empieza en el momento en el  que desaparecen las líneas rojas en cuestiones éticas y morales. 

A este mismo se refería el escritor alemán Thomas Mann como al hecho de mantener a “los perros encadenados en el sótano”, una expresión que tomó prestada de Nietzsche cuando hablaba de poder controlar todas las pulsiones que tenemos dentro y que cuando se liberan tras cruzar las líneas que decíamos anteriormente, nos embriagan y nos hacen caer en los abismos. Y es que el propio Mann habla en estos términos cuando se refiere a su propia postura frente a la causa de la primera guerra mundial, un acontecimiento que en un principio él apoyó aunque acabaría desechando y arrepintiéndose toda su vida.

En estos tiempos que corren donde abundan tantos caudillos de las buenas causas hemos de tener en cuenta todo esto que exponemos, saber que existen, que están tan cerca de nosotros que casi los tenemos dentro (a veces sin el casi) y que son un peligro dramático para la concordia y convivencia mutua. Frente a ellos, lo que nos toca es vacunarnos contra  la mentira de sus discursos delirantes y totalitarios; allí donde los perros ladran con más vehemencia es donde más sordos tienen que estar nuestros oídos.

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