El triunfo de la voluntad
Lo primero que uno puede pensar es cómo es posible que un espectáculo tan delirante se haya llevado a cabo en estos tiempos modernos y que todo no sea fruto de un mal sueño, como también el hecho del apoyo (casi) cerrado del auditorio a esa figura maquiavélica que es su líder.
Hace unos días se me vinieron a la cabeza alguna de las imágenes de la película “El triunfo de la voluntad”, el encargo propagandístico que el régimen nazi le hiciera a la cineasta alemana Leni Riefenstahl en 1935 a propósito del congreso que el partido del tercer Reich organizara un año antes en la ciudad de Nuremberg.
El largometraje, de corte documental, curiosamente, ha pasado a la historia no sólo por mostrarnos desde dentro los mecanismos de las formas orgánicas, expresión acuñada por el filósofo también alemán Ernst Jünger en su obra El trabajador (1930), para definir todo el contenido que impregnaría cinco años después la película de la que hablamos y que ahora describiremos. Además de ello, el documental de Riefenstahl sigue siendo hoy en día una referencia dentro del séptimo arte, por ser la primera película en usar un innovador estilo de filmación repleto de técnicas nunca vistas previamente, tales como el uso de cámaras en movimiento, teleobjetivos para crear una perspectiva distorsionada, fotografía aérea y un revolucionario enfoque en el uso de la música y la cinematografía.
En cuanto al contenido y la sustancia fundamental de la obra, hay que entenderlo desde el punto de vista del motivo de la efeméride que se presentaba: la autoproclamación de la vuelta de la gran Alemania al olimpo de las superpotencias mundiales de la mano del partido nacionalsocialista, un hecho milagroso y cuasi espiritual materializado gracias a la mano rectora de su líder mesiánico nacido para levantar de nuevo a la gran nación histórica tras la vergüenza del final de la Gran Guerra.
En esa idea de crear el mito, mucho tuvieron que ver las imágenes de los desfiles multitudinarios secundados por los miles de adeptos convocados a la celebración, y que convertidos en masa aclamaban con vítores laudatorios al régimen, al partido y sobre todo al führer. También aderezan la obra en ese clímax total propagandístico, la sucesión de los discursos delirantes de retórica encriptada paranoico-megalómana del alto mando nazi, y sobre todo la presencia omnipresente del líder de ojos negros e inyectados de odio cuya sola presencia era suficiente para que la audiencia guardase un silencio sepulcral cuando él callaba y saltara de manera enfebrecida cuando así lo requería.
Todas estas evidencias audiovisuales lo que hicieron fue demostrar las tesis sostenidas por Jünger, quien ya avisaba de lo que estaba por venir tras un siglo que se había levantado bajo los principios liberales burgueses decimonónicos pero que acabarían colapsando estrepitosamente tras la guerra del catorce. Como consecuencia de ello surgió un acontecimiento histórico, la desaparición de la figura del burgués y la de su sustitución por un nuevo individuo, el trabajador. Realmente, se trata de un elemento definitorio que trasciende la mera concepción de la persona como ente que se gana vida con el sudor de frente: Jünger va más allá y entiende como trabajador a la figura del Hombre cuya época ha forjado un perfil específico de comportamiento, donde el trabajo absorbe totalmente su condición de libertad individual y en cuyos rasgos distintivos podemos destacar la falta de espiritualidad o la pérdida de los valores liberales de otra época en favor de los principios económicos. Todo ello ha condicionado su modo de vida, que queda así entrega a los desafíos técnicos y de planificación que otorga el Estado central y totalitario (Estado de trabajo o nacional según sus palabras) entorno a lo que el autor describe como plan de trabajo, el sustitutivo de los contratos sociales propios de la democracia liberal.
Según Jünger, en esa metamorfosis social de la que hablamos donde el maestro de orquesta es el Estado, estarían involucrados tanto el individuo que desaparece como tal en favor de la figura unívoca del trabajador, como el de la masa. Tal y como apunta el filósofo alemán, la idea clásica de masa como una unión espontánea de individuos cuyo conjunto formaba una totalidad impredecible en cuanto a su comportamiento (la masa clásica definida por Elias Canetti), ha desaparecido en favor de las llamadas formaciones orgánicas, es decir, comunidades exclusivas y organizadas en torno a un ideal al que el trabajador se abraza con devoción mística al estilo de las Órdenes militares y religiosas, y que tienen su mayor representación en los partidos políticos.
Las imágenes que estamos apreciando estos días a propósito de los comités de organización de algunas formaciones políticas aquí en nuestro país y en pleno siglo XXI, cuyo ejemplo más palmario la hemos podido contemplar hace un mes en el 41º congreso del PSOE de Sevilla donde se volvió a entronar al líder indiscutible de la formación, recuerdan a esa puesta en escena que Jünger teorizada y a la que Riefenstahl diera voz e imagen, bien es verdad que con una estética mucho menos virtuosa, a pesar de momentos estelares como los de las luces de neón palpitando sobre las muñecas de los asistentes sobre un fondo de oscuridad.
Esta visión que casi nos deja estupefactos la tenemos los que orbitamos fuera del régimen: nos echamos las manos a la cabeza frente a ciertas cuestiones como el discurso megalómano del líder supremo arengado a su militancia frente a la necesidad de resistir a los embistes de la conjura procedente de la fachosfera (lo judicial, todo mentira, una caza de bruzas), puesto que ellos tienen un mandato divino al estar en el lado bueno de la Historia, y lo que les da potestad para llevar a la Humanidad hacia al progreso frente a la ultraderecha internacional (ellos, sí, el socialismo español-literal).
Lo primero que uno puede pensar es cómo es posible que un espectáculo tan delirante se haya llevado a cabo en estos tiempos modernos y que todo no sea fruto de un mal sueño, como también el hecho del apoyo (casi) cerrado del auditorio a esa figura maquiavélica que es su líder, aunque analizando con perspectiva la manera en la que asaltó el control del partido hace años tras hacerse con el favor de las fuerzas de asalto (llámese militancia), todo cuadra.
No obstante, hay que decir que la aclamación no fue unánime pero no nos engañemos: lejos de lo que se pudiera pensar en cuanto a la cierta esperanza que algunos pudiéramos tener en cuanto a la defenestración del tirano, el hecho de esa tímida discrepancia es de gran utilidad para el propio sanchismo si nos atenemos a los postulados de Jünger en su otra gran obra La Emboscadura: en ese trabajo, el filósofo expone que en una autocracia la legitimidad se afianza no por el apoyo incondicional de su masa sino a partir de la discreta pero existente cantidad de voces críticas (miremos el caso de las fraudulentas elecciones de Venezuela, por ejemplo), puesto que tales cifras residuales (10% en el congreso de Sevilla) sirven para maquillar la supuesta objetividad democrática de la elección.
Otro aspecto concluyente que podemos analizar de tal acontecimiento es la utilidad práctica de la jornada: claramente, y siguiendo las tesis de Jünger, lo principal que debe hacer un líder que intente preservar su dominio es lo que está materializando el tal Sánchez de forma cartesiana: asaltar primero (algo que ya consumó hace tiempo) y consolidar después un régimen de Estado de trabajo totalitario controlando germinalmente a sus formaciones orgánicas, lo cual pasa por realizar purgas masivas que callen a la disidencia discordante: ese es el punto de partida para llegar luego a clausurar, como dice Jünger, el modelo de plan de trabajo asignado, el cual, para instalarse tiene que llegar a permeabilizar desde el propio partido a todo el engranaje de la estructura estatal de democracia liberal (¡un hecho que estamos viendo ya con las colonizaciones de las instituciones!).
En tal empresa de construcción de un nuevo régimen, son muy importantes las puestas en escena como la de Sevilla, fruto de una estrategia diseñada para aglutinar hacia adentro, es decir, hacia el partido, y para ello hay que entender que la retórica debe ser grandilocuente puesto que en ese estado especial de masa al que aludimos, la persona singular (que ya no es tal) se encuentra bajo el influjo embriagador e irracional que otorga el colectivo, dando igual lo elevado de las palabras puesto que siempre encontrará un motivo para aclamar y reafirmar la causa común.
Realmente lo que se ha observado allí, es un ejemplo palmario de lo que Elias Canetti (el gran estudioso del fenómeno de la masa) definió como las masas de celebración, encuentros diseñados para crear cristales, es decir, adeptos que cargados ya de la fe ciega que les ha insuflado el encuentro con su profeta supremo, ya están cargados del mensaje para difundir entre los no creyentes. Esa es la idea.
En nuestro caso, como ya sabemos, la semilla ya está plantada. La cuestión es saber si esa cristalización seguirá arraigando en un segmento de sus votantes tal que le permita seguir manejando su minoría como una auténtica mayoría. Ahí es donde está clave y la paradoja del caso Sánchez, una figura de estudio que seguro seguirá generando ríos de tinta en los tiempos venideros en cuanto a su análisis psicopático-político.