Democracia totalitaria

Adrián Tejeda
Democracia totalitaria

Winston Churchill dijo una vez que “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. Sin duda una frase genial para un personaje único, uno de los máximos protagonista en la construcción del mundo civilizado nacido de los desastres de los conflictos bélicos del siglo XX.

Mirando de soslayo a tal afirmación desde esta era en la que vivimos, no puedo dejar de sorprenderme y a la vez de entristecerme puesto que lo que parecía una verdad irrefutable no puede estar más en entredicho.

Bien es cierto que el orondo político británico hacía una comparación velada con los sistemas autoritarios que imperaban por el mundo y seguro que jamás hubiera pensado que lo que él definía como democracia se hubiera desvirtuado tanto cien años después de su proclama.

Y es que convendría formular una pregunta a ese axioma: ¿pero qué entendemos por Democracia? ¿los valores liberales que promulgó Montesquieu, con sus instrumentos, engranajes y maquinarias de gobierno o en lo que se han convertido todos esos postulados?

Obviamente, Churchill hablaba del contexto clásico, pragmático, el de la democracia imperfecta pero plena: era imposible que pudiera atisbar la crisis de ese modelo liberal democrático al que aludo y que sin duda se está expandiendo como la pólvora en todo occidente bajo el manto de lo que podríamos definir como democracia totalitaria.

Dicho término tan rimbombante fue popularizado por el historiador israelí Yaakov Talmón en su obra The Origins of Totalitarian Democracy  (1952), aunque previamente ya había sido empleada por otros colegas académicos como   Bertrand de Jouvenel, E. H. Carr F. William Engdahl y Sheldon S. Wolin​.

Con él se hace referencia a aquellos modelos supuestamente democráticos en los que los representantes gubernamentales son elegidos con las vías y cauces habituales de una democracia aunque sin embargo ejercen un estilo de gobierno (yo diría que de dominio) en los que la ciudadanía tiene poca o nula participación en el proceso de toma de decisiones.

En ese marco institucional vivimos desde hace tiempo en este país donde asistimos atónitos a este proceso de metamorfosis del sistema en el que la irrupción  de los populismos y de sus personajes siniestros, está acelerando dicho cambio, lo que está llevando a la nación hacia el abismo.

Sí, la situación es muy grave y debemos ser conscientes de ello: el último atropello ha sido el asunto de la amnistía pero ¿qué más nos quedará por ver?

Dejar el país en manos de paranoicos en el sentido canettiano del término (ya hemos disertado alguna vez en esta columna sobre ese perfil psicopático del poderoso embriagado de poder), no puede tener nada bueno, y los hechos que están aconteciendo así lo justifican.

En este sentido toca reflexionar pero no por parte de los que nos posicionamos radicalmente en contra de este tipo de personajes sino en los que lo justifican, lo apoyan y lo seguirán apoyando visceralmente.

El aguijón (como diría Canetti) deben sustraérselo aplicando raciocinio, mesura y un análisis de lo que ha supuesto este país en los últimos cuarenta y cinco años de concordia, un hecho insólito en los últimos doscientos años de historia de una nación cainita por antonomasia.

Parece que esto lo han olvidado muchos de la inmensa mayoría, aquella que se está dejando llevar por los cauces de las minorías antisistema lideradas por los nacionalismos periféricos y que, aunque parezca impensable, dirigen nuestros designios hacia el caos más absoluto.

Y en eso mucho está teniendo que ver el vacío de poder al que se está dejando el espectro moderado de la población (que sin duda es la inmensa mayoría de este país como así demuestran los resultados de los últimos comicios). Hacer política desde la trinchera lleva a esto, a la polarización y a la radicalización extrema, y en consecuencia, a la fractura social.

Cuidado con este punto al que nos estamos acercando de no retorno, las consecuencias pueden ser (están siendo, de hecho) devastadoras para el futuro de la nación.

Es triste pensar que el único parapeto que nos queda a los que creemos en el Estado de Derecho y en la Democracia liberal plena sea la intervención de Europa, pero es la realidad, es la única que hoy parece poder ponerle freno a esta ignominia.

O las fuerzas de base de los partidos anteriormente de Estado (apunto al PSOE, por si no queda los suficientemente claro) vuelven a abrazar los principios constitucionales y actúan realmente en consecuencia, o el cisma que actualmente tenemos será irrecuperable.

Bismarck dijo una vez:  “España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentado destruirlo y no lo han conseguido”. Ojalá sea cierto y este momento de nuestra historia sea otro intento fallido más.

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