El último superviviente
Cuando en la conciencia de uno rezuman las palabras concienzudas de los sabios que trascienden las épocas, la mirada que se puede ejercer sobre la realidad concreta adquiere una forma nítida. Sí, es así como entendemos el contexto en el que nos desenvolvemos, de cómo podemos hacerlo nuestro según encaje en tal o cual andamiaje mental que según sean sus mimbres adquirirá una forma u otra.
Mi realidad sin duda es, sobre todo, Canettina: no me ruborizo en decirlo. Gracias a él, a Elías Canetti, mi visión de este tiempo ha adquirido una estructura muy definida y sólida en aquellas cosas que tienen que ver con el poder y sus inercias a partir de la lectura de la que a mi juicio es la obra más monumental del escritor búlgaro-británico, Masa y Poder, trabajo al que por aquí ya hemos reseñado en alguna ocasión.
Sus tesis fluyen por mis ojos y por mi cerebro como si fueran brújulas apuntando a una dirección específica cuando analizo cualquier evidencia de la cuestión de poder. Y eso me obliga a compartirlo puesto que creo que es una obligación denunciarlo, exponerlo con la intención de incitar a la reflexión puesto que el no hacerlo es convertirse en un connivente frente a los peligros producidos por los males que nos rodean.
Aprovechando que en estos días estoy sumergido en el ensayo de Canetti la conciencia de las palabras, en donde una de sus partes vuelve a incidir en la cuestión del poder, me es imposible no acercar aquellos postulados a la realidad patria cuando hoy, precisamente hoy, Pedro Sánchez, a la sazón presidente del gobierno de España, nos ha vuelto a sorprender con otra de sus excentricidades recurrentes, en este caso atribuyéndose la victoria gloriosa del frente nacionalista-independentista en el País Vasco.
Ya destripamos hace un par de años y desde esta columna los atributos del paranoico-poderoso en un artículo titulado “la arquitectura del poder: de la orden a la paranoia”, una reseña que yo me atrevería a definir como de manual en el que de manera sintética abríamos las esencias de lo que según Canetti sostiene el perfil del poderoso-paranoico. No hay que ser muy listo para que, comparando el perfil del personaje español y la teoría canettiana que se argumentaba en el artículo, podamos concluir que estamos delante de un sujeto que cumple de manera sorprendente los atributos de otros “ilustres” poderosos embriagados de poder y de su paranoia.
Hecho como el de hoy vuelven a confirmar esta tesis, y es que la aseveración de esta “nueva orden” en términos canettiano, es decir, la afirmación de ser el tirano de las minorías, las de su pacto de investidura que aglutinadas forman la inmensa mayoría del bloque que él encabeza (que no lidera, puesto que no hay nadie que lidere ese ente amorfo de supervivencias particuladas), vuelven a entresacar el alma del sujeto, cuyo fin en sí mismo es uno concreto a pesar de ese papel mesiánico con forma de múltiples máscaras en el que se ha envuelto (líder mundial, pacificador de Cataluña y cuantas más cosas podríamos decir): su único fin es el de su propia supervivencia.
Ya apuntamos en ese anterior artículo que mencionamos sobre esta cuestión que mueve al poderoso, el llegar a ser y sentirse el único, y eso le incita a rodearse de la muerte (política en este caso, claro), puesto que el paranoico poderoso necesita atisbar que en su soledad de unicidad descansa su corazón sereno (volvemos a recurrir a la retórica de Canetti para asentar esta tesis).
Esa extensión de la muerte (política) que impregna la figura del líder supremo, está llevando a su formación al abismo electoral que ahora viste como triunfo de minorías (la nueva orden, el aguijón con el que ahora pincha a sus acólitos para que puedan asumir su mandato y ayudar a propagar este nuevo discurso triunfal), aunque eso a él no le importa demasiado puesto que como dijo Mussolini a Ciano, el pueblo para mi me importa lo mismo que un rebaño de ovejas (Canetti dixit).
Además es una muerte que no tiene direccionalidad, es hacia fuera (ya hemos hablado de su propio electorado cada vez más menguante, ya reducido a los votantes más comprometidos) pero también hacia dentro (con las purgas que ha ejecutado dentro de lo que antes fue el partido socialista): da igual el sentido, lo importante es el mandato, el verse a sí mismo como el único superviviente, el rodearse de víctimas que es lo que según Canetti hace que el poderoso se sienta cada vez más grande pero a la vez más alejado del pueblo. Y es que el poderoso vive feliz entre cadáveres: ahora mi corazón está sereno-decía el sultán de Delhi Muhammad Tugluq justo en el momento que acaba de arrasar su capital en un ejercicio de demostración despótica tal y como recoge Canetti en este ensayo al que aludimos.
Yo no sé al lector, pero todas estas cuestiones a mi me causan pavor: me estremezco con las similitudes que voy encontrando, con las idénticas sinergias que nos vuelven a llevar a las experiencias vividas en otras épocas, donde la tiranía del paranoico-poderoso ha llevado a las naciones al abismo.
Ante esta cuestión solamente nos queda preguntarnos ¿existe la posibilidad real de despojarnos de este tormento, de esta calamidad que está poniendo en juego la viabilidad de un período de paz y concordia de más de cuarenta años? no lo sabemos, aunque está claro que para que eso pueda materializarse deben de ocurrir dos cosas: una, que el paranoico desaparezca (políticamente, claro), algo que no tiene pinta de que pueda ocurrir espontáneamente y otra, que la masa acabe por rechazarlo, un hecho que tampoco parece estar cerca (ya se ha preocupado el líder de sembrar las minorías que hacen de mayorías democráticas), pero que sin duda llegará aunque no sabemos cuándo. La Historia nos invita a creer en ello, y esa es nuestra esperanza. Debemos seguir resistiendo.